Nunca supimos cómo, pero un día sus voces invadieron el blog. Intentamos sacarlas con todo: Delete, atrás, prt scn y el borrador de paint, echamos lavandina en la pantalla, Ctrl-Alt-Del, control X, y hasta llegamos a borrar el blog para descubrir al día siguiente que los ocupas habían logrado abrirlo de nuevo.

Con el tiempo, y tras sacrificios al dios del internet entre varias infrutiles estrategias más, nos dimos cuenta que no se irían. Decidimos entonces darles este espacio para que expresen sus rarezas… ¿Quién sabe? Tal vez así se cansen y se vayan.

agosto 13, 2013

Junto al andén

En la vida uno hace cosas que no entiende bien por qué. En mi caso, escribir un monólogo. ¿Para
qué escribo, si no tengo a nadie a quien le importe leerlo? Si lo escribo para leerlo en un futuro,
sólo me va a ayudar a profundizar mi depresión, porque van a pasar años y voy a seguir mal, así
como ya pasaron años y sigo estando mal. Nada de lo que escriba me es nuevo, todas las ideas
pasan todos los días por mi cabeza; ya me las sé de memoria. Sé que en nada me ayuda, pero lo
escribo igual.

Sé que estoy sólo. Me refugié en internet mucho tiempo, tal vez esa gente abstracta de otras
realidades que no hablan ni mi idioma me harían sentir compañía. No me asombra, pero a pesar
de todos ellos ser tan solitarios como yo, optaron por seguir siendo solitarios a ser acompañados
por mí. Todos. Uno en cada continente pude contar. ¿Qué puedo decir? El problema no son ellos,
soy yo.

Abandoné la computadora, prendí la televisión. Publicidades de gente que se divierte, series de
gente con amigos, deportes de gente que juega en equipo. ¿Por qué eso no es para mí? En todas
ellas cuando alguien llora implica que algo debe solucionarse, en todas ellas cuando alguien ríe es
sinónimo de que las cosas son como deberían ser. ¿Cuándo fue la última vez que reí? Pienso hacia
atrás pero me duele no recordarlo, y en la ausencia de esa memoria, lloro. Mi vida va a
contramano de lo que en la televisión me venden como una “vida normal”.

Basta de realidades abstractas. Claramente, ellas no me ayudan. Salí a la calle a buscar gente de
verdad, tal vez el kioskero, la señora del colectivo, alguien. Pero con el kioskero no tuve más
argumento para conversar que el precio de las Don Satur, y en casos de tiempos locos, el clima. Y la
señora del colectivo no me iba a responder a miedo que sea un ladrón o un pervertido cualquiera.
Veo la gente, ellos me ven, pero no tenemos nada de qué hablar. No tenemos nada en común. Y
claro está, si es que para tener algo en común hay que empezar por tener algo: mi realidad es que
no tengo nada, no soy nada.

A veces escucho el tren pasar. Su sonido siempre me dio esperanzas. Siempre vi bajo esas vías la
escapatoria a mi vida de porquería; un impacto que me lleve a otra realidad, cualquiera fuera esa
realidad sería sin duda mejor que mi miserable situación actual. Más de una vez me acerqué al
andén y escuché esa música arrimarse a mí, estar tan cerca… Pero nunca tuve el coraje. El tren
llegó, la gente se bajó y se subió con normalidad, y la vida siguió su rumbo, indiferente a los
pesares del alma que estaban ninguneando al lado suyo. Y el tren se fue, mi esperanza se fue, la
gente que se subió se fue, y la gente que se bajó se fue. Y yo me quedé.

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